Almas muertas

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Almas muertas

Hace años empecé a leer Almas muertas, la gran novela satírica que, lamentablemente, Nikolai Gógol dejó inacabada. Hace pocas semanas he vuelto a ella y no entiendo por qué no la terminé en su momento pues es muy amena: lo es el hilo argumental en sí mismo, los son todos los episodios que se cuentan, y lo son también las justificaciones, comentarios y digresiones de todo tipo que va colocando el narrador a tiempo y a destiempo.

Un antiguo funcionario llamado Chichikov hace un plan para comprar «almas muertas», siervos fallecidos que todavía figuran en el censo como vivos, pues si se presenta como propietario de unos cuantos cientos de siervos antes del próximo censo puede conseguir más tierras de las que facilita el Estado. La novela comienza cuando, con ese objetivo, que ni para el lector ni para sus interlocutores es claro todavía, va visitando a varios terratenientes proponiéndoles, con mucho cuidado, que le cedan o le vendan a bajo precio a los siervos que se han muerto desde el último censo, pues les explica que así no tendrán que pagar por ellos. Según avanza el relato los rumores crecen en todas direcciones: nadie sabía «si se trataba de un hombre al que se tenía que detener y encarcelar por sospechoso, o si se trataba de un hombre que podía él mismo detenerles y encarcelarles a todos por sospechosos».

Por lo que se sabe, Gogól se dejó llevar espontáneamente por la narración y, sólo cuando dio su libro a Pushkin y este le hizo un comentario sobre lo triste que era la vida en Rusia, se dio verdadera cuenta del alcance crítico de su obra. Porque, aunque su héroe sea Chichikov —y poco a poco se va desvelando su pasado y cómo llegó a pensar y poner en práctica su plan—, lo que acaba importando de la historia es la presentación realista y caricaturesca que se hace de la vida rusa por medio de los episodios que se suceden, muchos muy cómicos, en los que van apareciendo terratenientes, funcionarios, campesinos, criados, etc. La sensación que va quedando en el lector es que tal vez las almas verdaderamente muertas no son las de los siervos fallecidos sino las de muchos vivos.

El narrador sabe bien que su héroe no es virtuoso y da un motivo literario para eso: «Hasta podemos decir por qué razón no hemos querido hacerlo así. Porque comienza ya a ser hora de dejar descansar al hombre virtuoso, porque las palabras “hombre virtuoso”, sin cesar en los labios de todos, nada significan; porque el ser virtuoso ha sido transformado en un caballo en el que no existe escritor que no haya montado, arreándolo con la fusta y con todo cuanto halla a mano; porque se ha hecho sudar al hombre virtuoso hasta tal punto que en él no queda ya ni una pizca de virtud, el cuerpo ha desaparecido y no conserva más que las costillas y el pellejo; porque con toda hipocresía invocan al ser virtuoso; porque al ser virtuoso ya no se le respeta. No, hora es de que también el miserable sea uncido al yugo».

Sabe también que su héroe «no abunda en virtudes y perfecciones, eso de sobras se ve. Pero entonces, —se pregunta— ¿qué es? ¿Un canalla? ¿Por qué un canalla? ¿Por qué ser tan severos con nuestros semejantes? En nuestro país no hay actualmente canallas, hay gentes bien intencionadas y agradables; los que, para vergüenza suya, merecerían que se les abofeteara en público, no serán más de dos o tres, y aun éstos hablan ya de la virtud. Al hombre de esta clase sería más justo llamarle dueño de su casa, espíritu aficionado a las adquisiciones. Las ansias de adquirir son las culpables de todo; son las culpables de que se realicen los negocios a los que se da el nombre de “no muy limpios”». Y entre esas gentes bien intencionadas y agradables con grandes ansias de tener, viene a preguntarse el narrador, ¿no estará también el lector? «¿Quién de entre vosotros, impulsado por la humildad cristiana, se ha preguntado en silencio, sin palabras, en los momentos de conversación consigo mismo, profundizando en vuestra propia alma, si tiene algo de Chichikov?»

De los rasgos propios de la novela comento dos. Uno es que son muchas las veces en las que el narrador habla de reacciones y modos de actuar que describe como propiamente rusos… Nos dice que «en los momentos de gran importancia, [los rusos] resuelven sin entrar en consideraciones»; que sólo en Rusia puede suceder que uno se vuelve a encontrar «con los mismos que le habían zurrado a base de bien» y reunirse con ellos como si nada; que en Rusia «todo el mundo muestra más tendencia a expansionarse que a comprimirse»; que al ruso «le hace falta un acicate, de lo contrario, la pereza hace presa en él y se convierte en un ser inútil»; que «el ruso, incluso el peor de ellos, tiene el sentimiento de lo que es justo», etc.

Otro es que son muchas las excelentes descripciones. Por ejemplo, esta de los «adornos que cualquiera halla en los pequeños mesones de madera que tan frecuentes son en los caminos, a saber: el samovar cubierto de escarcha, los muros de pino perfectamente cepillados, el armario adosado a un rincón con sus tazas y teteras, los huevos de porcelana sobredorada frente a los iconos, suspendido de cintas azules y rojas, la gata que ha parido recientemente, el espejo que refleja a uno no con dos ojos, sino con cuatro, y una especie de torta en lugar de cara; los ramos de hierbas aromáticas y de claveles secos, por último, a los dos lados de las imágenes, unas hierbas y unos claveles secos hasta tal punto que quien se aproxima a ellos para olerlos tiene que estornudar por fuerza».

Nikolai Gógol. Almas muertas (Miórtvyie dushi, 1842). Madrid: Alianza, 2015; 544 pp.; col. 13/20; trad. y notas de Augusto Vidal; ISBN: 978-8491040941. [Vista de esta edición en amazon.es]
Nueva edición en Madrid: Nórdica, 2017; 400 pp.; col. Ilustrados; ilust. de Alberto Gamón; trad. de Marta Rebón; ISBN: 978-8416830138. [
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29 abril, 2017
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