DUQUE, Aquilino

DUQUE, AquilinoAutores
 

Escritor español. 1931-. Nació en Sevilla. Licenciado en Derecho. Amplió estudios en Inglaterra y Estados Unidos. Ha residido en varios países como profesor y como funcionario internacional. Autor de cuentos, ensayista, novelista y poeta de reconocido prestigio.


El Rey Mago y su elefante
Valencia: Pre-Textos, 1993; 244 pp.; col. Narrativa; ISBN: 84-87101-76-3. [Vista del libro en amazon.es]

Memorias de infancia, en Sevilla y Zufre, durante los años treinta. El autor cuenta cómo «los sucesos que se precipitaron entre febrero y julio del 36 me adelantaron el uso de razón; me desgarraron aquella veladura traslúcida que me envolvía por igual lo soñado y lo vivido, me disolvía el tiempo, me fundía el espacio. La realidad, que hasta entonces había sido simultánea, pasaba a ser sucesiva, y ya no eran fogonazos y escenas aisladas en un presente que era a la vez pasado y futuro, sino una secuencia, una sintaxis, un orden de cosas con su principio y su fin».



Este libro no es literatura infantil o juvenil ni siquiera del mismo modo en que lo pueden ser otros relatos de memorias como, por ejemplo, El vino del estío, de Ray BRADBURY, o Las musarañas, de José Antonio MUÑOZ ROJAS, libros en los que, con estilos tan distintos, hay una clara voluntad de reproducir el mundo interior de la infancia. En este caso el autor no usa su magnífica prosa para eso sino para poner en claro los sucesos que vivió o se vivieron a su alrededor en sus primeros años de vida pero lo cierto es que, de paso, con profundidad y talento infrecuentes desliza numerosas consideraciones acerca del modo peculiar de encarar la vida de los niños. Así:

—«Para los niños no existe separación alguna entre el Cielo y la Tierra, y en ese mundo mágico viví yo hasta los nueve años por lo menos, y gracias a haber vivido en ese mundo mágico de niño, he sido capaz, ya de hombre, de entender y de sentir el lado mágico de la vida».

—«Yo creo que la niñez es el verano; al menos es el verano lo que mejor se recuerda de la niñez».

—«Para un niño el tiempo no existe; tiene tanto tiempo por delante que se olvida de su existencia hasta que algún acontecimiento importante le imprime tal o cual fecha en la imaginación».

En un momento de su relato el autor aclara también que, durante toda su vida, siempre tomó notas…, excepto aquellos años de infancia: «Mis únicos años en blanco son, pues, los diez años primeros de mi vida, esos años que estoy tratando de rescatar con la sola ayuda de la memoria, de una memoria, si se quiere, precoz. Todo lo que refiero aquí lo recuerdo directamente o recuerdo que me lo contaron hace mucho». Este modo peculiar en que se graba lo que uno vivió en la infancia tiene aquí una componente particular, a la que se refiere Aquilino Duque cuando cierra su libro, igual que lo abrió, con una referencia a los reyes Magos: «Mi madre me llamó un tiempo Melchor; mi tía Manuela me decía que era un rey mago; la fiesta de Reyes, ya dije, es la fiesta que nadie me puede quitar y en la que siempre me quise identificar con los que trajeron el oro, el incienso y la mirra. Pero esos reyes venían de Oriente, y uno traía un caballo, y otro un camello, y otro un elefante, y por eso, pensándolo mejor, más que con tal o cual rey, por mago que sea, prefiero ahora identificarme con su cabalgadura, pero no con cualquiera, sino con el elefante precisamente. Y es que en punto a memoria, los elefantes tienen mucha, los reyes bastante menos. La sabiduría de aquel mago de Oriente estuvo en traer un elefante para que recordara por él. Aquel rey mago trajo su memoria por cabalgadura. La memoria es el elefante del rey».

«Emperador en una gota de luz»

Además de lo dicho, otro buen motivo para incluir esta narración aquí es el interés del autor en hacer frente a cualquier visión trágica de la infancia. O, al menos, así cabe leer este largo pero brillante y jugoso párrafo: «Por trágicos y míseros que hayan sido los tiempos, la niñez es siempre una edad de oro. A Ortega y Gasset lo mandaron de niño interno al colegio malagueño de El Palo. Me figuro que un colegio de jesuitas a últimos del siglo XIX no correspondía a la idea que un niño pudiera tener del paraíso terrenal y, sin embargo, al evocar aquellos años, Ortega llegó a escribir: “Yo fui emperador en una gota de luz”. En esa gota de luz hemos vivido todos y algunos seguimos alumbrándonos con ella. Ya entonces, yo al menos, no tenía más remedio que vislumbrar las sombras que rodeaban aquella gota de luz, pero aun así son gratos mis recuerdos, y mi historia, con sombras o sin ellas, tuvo un final feliz. Las sombras pasan, la luz permanece. A esa edad los disgustos se olvidan con rapidez; de la miseria sólo se ve el lado cómico y de la tragedia el heroico. Ya sé que andan por ahí visiones sórdidas y sombrías de la niñez, pero a mi modo de ver esas visiones no son otra cosa que una proyección sobre la niñez de las frustraciones y resentimientos de la vida adulta. Desde la frustración y el resentimiento se ha evocado más de una vez la infancia en un internado, y es que es más fácil y socorrido echarles la culpa a los padres y a los maestros de las malas notas que se sacan en la vida que no atribuírselas a taras inconfesables. Es la técnica de los autores de Confesiones, grandes hipócritas algunos de ellos. (…) Yo, si tengo algún resentimiento y alguna frustración, son los de no haber pasado por aquellos internados donde los niños bien lo pasaban tan mal».


1 febrero, 2007
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