MODAS ● Novelas juveniles inquietantes o sociedad inquietante

 
MODAS ● Novelas juveniles inquietantes o sociedad inquietante

Novelas juveniles inquietantes o sociedad inquietante

Hace unos meses, dos artículos en el Wall Street Journal (1) y en el New York Times (2) se hacían eco del éxito de varios libros violentos para y sobre adolescentes. Sus autores se limitaban a dejar constancia y a dar algunas posibles explicaciones del hecho.

Los artículos no se referían a que resulta lógico que tales libros triunfen, pues cuanta menos madurez mejor funciona el morbo (entre jóvenes y entre mayores). No entraban a la cuestión de que la literatura juvenil siempre ha tenido querencia por temas vidriosos y, en consecuencia, tampoco indicaban las diferencias entre los relatos de antes y los de ahora. Tampoco mencionaban cómo las fallas sociales que, confusamente, las novelas revelan, se aprecian mejor aún en el mismo éxito que alcanzan.

De los libros citados en esos artículos sólo dos están traducidos y editados en España: Por trece razones, de Jay Asher (3); y Los juegos del hambre, de Suzanne Collins (4). Los otros son: If I Stay, sobre un grave accidente de coche, de Gayle Forman; The Dead and the Gone, una novela “postapocalíptica” de Susan Beth Pfeffer; y Wintergirls, sobre una chica anoréxica, de Laurie Halse Anderson (5). Como yo conozco y he leído los dos primeros, y otro premiado libro de Laurie Andersen, Cuando los árboles hablen, me referiré sólo a ellos pues, aunque lo que se cuenta en esos artículos sería suficiente para mis propósitos, la experiencia dice que mejor es no arriesgar comentarios sin haber leído personalmente los libros.

El argumento de Por trece razones es que una chica se suicida, pero antes envía unas cintas explicando el porqué a trece personas que considera más o menos responsables del sufrimiento anterior a su decisión final. En Los juegos del hambre se presenta una sociedad dictatorial futura donde, anualmente, son seleccionados por sorteo un chico y una chica de cada uno de los doce estados para luchar entre sí hasta que sólo quede uno vivo; esto tiene lugar en un estadio un tanto especial desde donde sus combates son retransmitidos en directo a todo el país. Cuando los árboles hablen es, igual que Por trece razones, una especie de thriller psicológico sobre una chica violada en una fiesta.

Varias explicaciones del éxito

Las explicaciones más sencillas del éxito de estas novelas son las formales: en este aspecto son libros superiores a otros semejantes. Sus tramas están bien construidas, y sus narradores, los mismos protagonistas, reflejan los mundos interiores frágiles e inseguros de muchos adolescentes. No voy a comentar aquí cómo los autores se las ingenian para provocar las simpatías y las antipatías del lector y dirigir sus emociones: dos novelas citadas lo hacen al modo de los melodramas y la otra, aunque tiene algo de melodrama, es sobre todo un thriller en el que todo sucede de modo que sólo se manchen los enemigos de los héroes.

En cuanto a la conexión entre los temas de las novelas y sus lectores jóvenes, el atractivo de Por trece razones, aparte de ser una historia muy hábilmente construida para despertar continuamente la curiosidad del lector, está en la descripción pormenorizada de todo el curso de los pensamientos de la protagonista, sobre sus razones para obrar como lo hace y sobre lo que piensa de quienes la rodean. Tanto esta historia como la de Cuando los árboles hablen se parecen a otras de colecciones juveniles cuyo narrador o narradora no encuentra nadie que pueda comprenderle y se ve arrastrado por el remolino de un subjetivismo enfermizo (sin tratar de discutir ahora si justificado o no, aunque según estas historias, sí). Ambas novelas dejan ver que sus protagonistas no tienen modelos fiables de madurez humana y no saben por qué motivos de fondo han de respetar a otros y respetarse a sí mismos; no tienen la formación moral que les podría dar una educación religiosa sensata como se insinúa en Cuando los árboles hablen: «Mis padres no me dieron una educación religiosa. Nuestra fe se reduce a adorar la Trinidad de Visa, Mastercard y American Express».

De Los juegos del hambre se afirma, en el artículo del WSJ, que mezcla la serie Perdidos y El señor de las moscas. No está mal el paralelismo con Perdidos, pero más bien cabe hablar, primero, de que conecta con quienes disfrutan con los reality shows y con quienes tienen o les parece normal un sentido competitivo exacerbado; y, segundo, de que su impacto se debe a que presta gran atención a cuestiones de arreglo personal y lucimiento de las chicas por un lado, y a que acentúa la capacidad de lucha física de las chicas frente a los chicos (incluida la disposición de ser brutas y salvajes si llega el caso), un lugar común en la literatura juvenil norteamericana de las últimas décadas.

En cambio, no es acertada la comparación con la obra de William Golding: esta tiene altura y una intención literaria, mientras que la narración de Collins es eso, una narración, al mismo tiempo absorbente y brutal, con escenas crueles de muerte y de violencia entre chicos y chicas de doce años en adelante. En mi opinión, no es increíble que los héroes acepten, por más que lo hagan a regañadientes, el planteamiento profundamente inmoral de todo el montaje y acaben participando en él, pues a fin de cuentas estamos ante una especie de novela de gladiadores; y, dada la sociedad en que vivimos, tampoco me parece asombroso que una historia tan cruel o, mejor, donde la crueldad es claramente un elemento para vender más, reciba tantos elogios de la crítica y sea leída con entusiasmo (y puede ocurrir que quienes se sientan a disgusto con el final de la obra de Golding, estén sin embargo cómodos con el de la novela de Collins).

Así lo explica Chesterton: «La buena literatura puede hablarnos de la mente de un hombre, pero la mala literatura puede hablarnos de la mente de muchos hombres. Una buena novela nos dice la verdad acerca de su héroe, pero una mala novela nos dice la verdad acerca de su autor. Hace mucho más aún: nos dice la verdad acerca de sus lectores; y, cosa muy curiosa, nos dice todo esto mejor y más claramente cuanto más cínico e inmoral es el motivo de su fabricación. (…) La novela sincera presenta la simplicidad de una persona particular; la novela insincera presenta la simplicidad de la humanidad» (6).

Diferencias con el pasado y con las mejores novelas

Si ahora nos preguntamos por las diferencias entre estas novelas y otras del pasado, la primera cuestión que interesa no perder de vista es que todos estos temas se han tratado antes pero ahora ya no hay escrúpulos en ofrecerlos directamente al público joven. Queda lejos el año 1959, cuando al autor de ciencia ficción más vendido de los años cincuenta, Robert A. Heinlein, no le quisieron publicar como novela juvenil Tropas del espacio (7) por su glorificación de la violencia, y eso a pesar de todos sus relatos juveniles anteriores, y de que esa novela tiene garra y un tirón comercial envidiable.

La segunda diferencia externa más obvia entre los relatos citados y otros mejores sobre cuestiones parecidas, está en las descripciones de comportamientos zafios, malvados, e incluso repulsivos: mientras en las novelas de corto recorrido se conduce de la mano al lector para que no se pierda nada, la elipsis es un recurso que sólo usan los autores y obras de más alcance. Tal cosa no tiene que ver con que una novela sea o no para jóvenes, claro está, algo que se puede comprobar con otra excelente novela juvenil futurista como El Dador (8), de Lois Lowry: el espanto del protagonista al darse cuenta de cómo es en realidad el mundo adulto al que llega es el espanto que causan o deberían causar algunas realidades de nuestra sociedad.

Y la tercera diferencia, la más poderosa, es que las mejores novelas que han tratado problemas juveniles con seriedad, y estoy pensando en obras como El guardián entre el centeno y El señor de las moscas, han intentado siempre presentar la complejidad de la vida y acercarse, siquiera parcialmente, a los motivos por los que ocurren algunas cosas. Para eso, Salinger y Golding toman prestada una imagen que había usado antes Chesterton cuando, después de afirmar que «la doctrina y la disciplina católica son muros, si se quiere, pero son los muros de un teatro de regocijos», propone que nos imaginemos un corro de niños jugando en una zona llana de la cumbre de una isla cónica: mientras haya «un muro que cerque la cumbre» los niños podrán jugar tranquilos pero, si el muro se derrumba y alrededor sólo quedan precipicios, los niños se amontonarán «en el vértice de la isla» y «mudos de horror», dejarán de cantar (9).

Décadas después, derribados los muros, Holden Caulfield dice que lo que le gustaría en el futuro es ser el guardián de unos niños que juegan en un campo de centeno rodeado de precipicios: su trabajo consistiría en vigilarlos para que pudiesen jugar sin caerse (10). Y, años más tarde, la misma escena es evocada en El Señor de las moscas cuando los chicos están reunidos arriba, en la montaña, mientras el fuego que han provocado incendia el bosque que hay debajo; en esa situación, el responsable Piggy comenta: «Esos niños, los pequeños. ¿Quién cuida de ellos? ¿Quién sabe cuántos hay?», y entonces los mayores constatan que los críos corrían por donde ahora está el fuego y se dan cuenta de que ha desaparecido el pequeño de la mancha en la cara: «Los chicos se miraron unos a otros, asustados, incrédulos» (11).

NOTAS

Este artículo fue publicado en Aceprensa el 13 de agosto de 2009.

(1) Kathie Roiphe, “It Was, Like, All Dark and Stormy”, The Wall Street Journal, 6-06-2009.

(2) John Green, “Scary New World”. The New York Times, 7-11-2008.

(3) Jay Asher. Por trece razones (Thirteen Reasons Why, 2007). Barcelona: Ámbar, 2009; 223 pp.; trad. de María Pardo; ISBN: 978-84-936784-4-9.

(4) Suzanne Collins. Los juegos del hambre (The Hunger’s Games, 2008). Barcelona: Círculo de Lectores, 2009; 379 pp.; trad. de Pilar Ramírez Tello; ISBN: 978-84-672-3563-0.

(5) Laurie Halse Anderson. Cuando los árboles hablen (Speak, 1999). Madrid: SM, 2001; 188 pp.; col. Gran Angular, Alerta Roja; trad. de Elena Abós; ISBN 10: 84-348-8032-6.

(6) G.K. Chesterton. Herejes (Heretics, 1905). Barcelona: Acantilado, 2007; 230 pp.; trad. de Stella Mastrangelo; ISBN: 978-84-96834-07-1. Pero la cita está tomada de la edición anterior en Obras completas, Barcelona: Plaza & Janés, 1967.

(7) Robert A. Heinlein. Tropas del espacio (Starship Troopers, 1959). Barcelona: Orbis, 1986; 242 pp.; col. Biblioteca de Ciencia Ficción; trad. de Amparo García Burgos; ISBN: 84-7634-036-2. Edición en Martínez Roca, 1989; ISBN: 84-270-1375-2.

(8) Lois Lowry. El Dador (The Giver, 1993). León: Everest, 2009; 224 pp.; trad. de María Luisa Balseiro; ISBN: 978-84-241-3584-3.

(9) G.K. Chesterton. Ortodoxia (Orthodoxy, 1908). Barcelona: Alta Fulla, 2000, 2ª ed.; 187 pp.; col. Ad Litteram; trad. de Alfonso Reyes; ISBN 10: 84-7900-123-2.

(10) J.D. Salinger. El guardián entre el centeno (The Catcher in the Rye, 1949). Madrid: Alianza, 1998, 9ª ed.; 228 pp.; col. El Libro de Bolsillo; trad. de Carmen Criado; ISBN: 84-206-3409-3.

(11) William Golding. El Señor de las moscas (The Lord of the Flies, 1955). Barcelona: Bibliotex, 1999; 200 pp.; trad. de Carles Serrat Mulà; col. Millenium; ISBN: 84-8130-206-6. Otra edición en Madrid: Alianza, 1998, 13ª impr.; 258 pp.; col. El Libro de Bolsillo; trad. de Carmen Vergara; ISBN: 84-206-3411-5.

 


13 agosto, 2009
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